Era el 4 de agosto de 2001 y Córdoba estaba eléctrica. El aire olía a pasto, a birra caliente, a esa mezcla de ansiedad y devoción que solo un recital de los Redondos podía provocar. Llegamos temprano al Chateau, con la remera transpirada debajo del buzo, y la bengala lista para el grito sagrado. Éramos miles. Cuarenta mil, quizás más. Pero nos sentíamos uno solo: el pueblo ricotero.
Desde temprano, la previa tuvo un clima cordobés bien cuartetero. Las calles se llenaron de parlantes con La Mona Giménez, Rodrigo, el Turco Oliva… y algunos fans ya dejaban escuchar temas de Los Redondos desde los autos. El ambiente combinaba el furor popular con la tensión social del momento .
Cuando se apagaron las luces y arrancó “Unos pocos peligros sensatos”, todos nos miramos como diciendo: “¡¿Esto está pasando?!” Ese tema no lo tocaban en vivo desde Gulp!, y sin embargo ahí estaba el Indio, recortado contra las luces, con la voz más filosa que nunca. Fue como si el tiempo se quebrara. Como si los viejos discos volvieran a sangrar por los parlantes.
Las visuales del artista Rocambole, con estética oscura y estilo Breccia, acompañaron todo el show. A diferencia de otros recitales de la banda, esa noche no hubo disturbios mayores, pero sí lamentable la muerte del joven de 31 años, Jorge Felippi, quien cayó desde la tribuna al estacionamiento, sin que se atribuyeran culpas directas.
Y después vinieron todos: “Nuestro amo”, “Barbazul”, “Ropa sucia”… Era un bombardeo emocional. Saltábamos, nos abrazábamos con extraños, llorábamos sin saber por qué. En “El pibe de los astilleros” me quedé quieto. Cerré los ojos. Sentí que ese momento se me metía en la piel para siempre.
En medio del delirio, alguien tiró algo al escenario. El Indio se frenó en seco. Se sacó los anteojos. Lo miró. Y dijo:
“¿Qué te creés? ¿Que acá están tocando Los Violadores? ¿Por qué no me venís a tirar cosas al camarino, gil?”
Fue como si un rayo partiera la noche. Silencio. Respeto. Y después, el grito de guerra siguió con más fuerza.
“Ji ji ji” hizo estallar todo. El pogo más grande del mundo, como un terremoto que venía desde el fondo de la tierra. Nos arrastró, nos revolcó, nos elevó. Estábamos ahí, todos, en el centro del vórtice ricotero. Sin banderas. Sin etiquetas. Solo fe en el Indio y en Skay.
Y cuando pensábamos que se terminaba, volvieron. El Indio tomó el micrófono, más calmo. Y sonó “Un ángel para tu soledad”. No sé cómo explicarlo, pero esa versión tenía algo distinto. Como si la tocaran para despedirse de alguien… o de todos. Cuando terminó, el Indio dijo suave:
“Chau, nene… gracias.” Y todo se apagó…
Esa noche no sabíamos que era el final. Nadie lo sabía. Nos fuimos caminando en silencio, entre sonrisas y ojos mojados. Pensando en el próximo recital, en la próxima misa. Pero no hubo próxima. Meses después se confirmó oficialmente la separación en noviembre de 2001. Lo que comenzó como una “pausa” terminó siendo el cierre definitivo de una banda que marcó profundamente la cultura del rock nacional.
El Chateau fue testigo del último aullido de la bestia. Y yo estuve ahí. Y todavía lo sueño.