Había cierta expectativa, hay que admitirlo. El anuncio del regreso de Mario Pergolini a la televisión abierta provocó una rara mezcla de nostalgia, morbo y curiosidad. ¿Podía el viejo capitán de CQC volver a manejar la nave en tiempos donde la televisión lineal se arrastra moribunda y los códigos cambiaron?.
Cuando se anunció su regreso muchos levantaron una ceja, con mezcla de nostalgia y desconfianza. Después de todo, Pergolini es de esos nombres que vienen con peso propio, con una mochila repleta de gloria noventosa y un prontuario reciente más volcado al streaming y los negocios que a la conducción frente a cámaras… Pero llegó “Otro Día Perdido” a El Trece, y la sensación dominante, tres programas después, es que el título terminó siendo profético.
El show estilo “Late Night” intenta parecer moderno, irreverente, ágil. Y no consigue nada de eso. Es un pastiche desorientado, como si alguien hubiera mezclado las sobras de Televisión Registrada, retazos de streaming de Twitch, una pizca de noticiero viejo y una escenografía de alto presupuesto que sólo consigue empequeñecer aún más a su conductor.
EL ÁNGEL PERDIDO
El ciclo arranca con un Mario que se toma cinco largos minutos para saludar a sus compañeros de equipo como si estuviera entrando a un Zoom en plena pandemia (muy bien ‘Radagast’ Aristarain y Roth en sus lugares).
Sigue con veinte minutos de noticias que intentan mezclar humor, ironía y tecnología, pero terminan siendo un PowerPoint animado por inteligencia artificial de dudosa inteligencia, escasa gracia y mucha artificialidad.
El recurso de los videos generados por IA parece más una excusa para no invertir en archivo real que una propuesta estética. El resultado es desangelado, frío, como ver un boletín escolar locutado por Siri.
AQUÍ NO HAY NADA PARA VER
Luego, llega el “bloque estrella”: la entrevista. El debut fue con Guillermo Francella, que prestó su profesionalismo para salvar un momento que no tuvo ni filo ni sorpresa. El segundo fue con Cazzu, donde el highlight fue verla enseñarle a perrear a Pergolini, una escena tan incómoda como poco graciosa.
En ambos casos, la producción se esfuerza en crear un “momento” que se viralice, pero lo que logra es una sucesión de sketches forzados, más cercanos al cringe que a la genialidad.
Hay una banda en vivo, claro. Como la hay también en “Esto es FA“, el bellísimo experimento de Mex Urtizberea en el streaming, donde los músicos no sólo adornan, sino que participan, potencian, juegan.
Aquí, en cambio, están de fondo, como si fueran utilería cara. Como la escenografía misma, tan descomunal que deja a Pergolini aislado, diminuto, como una figura extraviada en un set que nadie sabe usar.
DEMASIADO GUIÓN: “SE LE VEN LOS HILOS”
La conducción es errática. No hay ritmo, no hay tensión, no hay guión que abrace. Pergolini parece estar haciendo tiempo en su propio programa.
Hace chistes sobre su edad, como si con eso alcanzara para justificar la falta de filo. Se comporta como un tío que vuelve a la sobremesa familiar después de años y quiere demostrar que todavía sabe tirar frases picantes. Pero no.
Los chistes son tibios, los comentarios forzados y el sarcasmo —aquella marca registrada— brilla por su ausencia.
Pergolini intenta ubicarse en el lugar de “el veterano lúcido” que observa con distancia al mundo actual, pero lo hace sin verdaderas observaciones, solo repitiendo que “está viejo” como si eso fuera una gracia en sí misma.
El guión parece armado con refritos de streaming y no hay ni una pizca del vértigo de CQC. Los aplausos del público suenan más a obligación que a entusiasmo, y cuando se ríen por chistes sin gracia, el efecto es el contrario: una atmósfera incómoda, como si estuviéramos todos compartiendo un almuerzo familiar en donde alguien tiró un chiste de suegras.
Y cuando intenta mojar los pies en la pileta de lo político, lo hace con una torpeza que desconcierta. Hay alguna que otra crítica al kirchnerismo —con delay de cuatro años— mientras que los verdaderos bufones de la actualidad, los Milei Boys y su cabaré libertario, apenas son rozados. Como si hubiera miedo de decir lo que se piensa. Como si el Mario que alguna vez incomodó, ahora midiera cada palabra para no molestar a nadie.
Otro Día Perdido no es sólo un mal programa. Es un programa vacío. No falla por exceso, sino por falta. Falta de ideas, de timing, de decisión. Falta de Mario. Porque este Mario no volvió. Apenas mandó un holograma. Un reflejo desteñido de lo que supo ser.
Pergolini, alguna vez sinónimo de vanguardia, parece haber vuelto a la tele abierta para recordarnos que no todos los regresos son bienvenidos. A veces, es mejor dejar el mito quieto, que intentar resucitarlo en horario central. Porque si de algo estamos seguros después de ver Otro Día Perdido, es que este día, y los que siguen, se pierden de verdad.