La escena fue breve, pero intensamente reveladora. Leopoldo Luque, médico personal de Diego Maradona e imputado por la muerte del ídolo, le arrancó el micrófono a un cronista de Desayuno Americano que se le acercó a la puerta de su casa para preguntarle sobre la suspensión del juicio que lo tiene como acusado.
“Metés el micrófono acá y te lo arranco”, le advirtió segundos antes de cumplir su amenaza. No fue un exabrupto aislado: fue un gesto legitimado por un clima de época en el que la agresión contra periodistas ya no es un límite, sino una conducta habilitada, incluso celebrada.
La secuencia fue transmitida por América TV, el canal cuya cara visible en la franja matinal es Pamela David, esposa de uno de los dueños de la emisora. El programa mostró cómo Luque no solo increpaba al periodista, sino que ejecutaba su amenaza, sin que eso se tradujera luego en una condena social clara.
CUANDO EL PODER LEGITIMA EL ODIO
Por el contrario: en redes sociales, una mayoría significativa de usuarios se expresó del lado del médico, justificando su accionar y apuntando, en cambio, contra el cronista. ¿El motivo? “Invadió su privacidad”, “fue a provocarlo”, “estaba con los hijos”, “los periodistas se creen con derecho a todo”.
Ese repudio masivo al periodismo no surge de un vacío. Hace tiempo que desde las redes sociales oficiales del presidente Javier Milei se viene inoculando una hostilidad sistemática contra los medios de comunicación.
En ese terreno, la reciente frase del mandatario –”el problema es que no odiamos lo suficiente a los periodistas”– dejó de ser una arenga libertaria para transformarse en una señal clara de que el desprecio al periodismo no solo está permitido: es deseable.
Milei no está solo. Su ejército digital de trolls y cuentas (algunas anónimas, otras de sus ahora funcionarios digitales), y todas coordinadas desde dispositivos de propaganda institucional, se encargan diariamente de instalar la idea de que todo periodista es un enemigo del pueblo, un operador, un corrupto, un “ensobrado”.
Y si ese mensaje cala profundo, lo que ocurre luego es que alguien como Luque se siente con derecho a ejercer violencia simbólica –y física– contra un periodista en plena vía pública, sin temor a consecuencias. Porque sabe que lo van a aplaudir. Porque se siente protegido por el aire que respira este país: el del odio a la prensa como nueva política de Estado.
PERIODISTAS DE CALLE: DE SIMPÁTICOS A MEQUETREFES
Hasta hace no tanto, el cronista de calle era una figura popular, hasta pintoresca. Se metía donde no debía, preguntaba lo que no gustaba, pero lo hacía escudado en un principio: el derecho a informar.
Hoy ese principio está en crisis. Ya no se lo respeta. Se lo desprecia. Se lo combate. El “estoy trabajando” ya no alcanza para justificar la intromisión. El nuevo paradigma, instalado desde arriba, es que el periodista molesta por definición, y que todo lo que se le haga está permitido.
Así, lo de Luque no fue una rareza. Fue un síntoma. Una muestra clara de que el discurso de odio tiene efectos concretos. De que cuando el presidente de la Nación dice que “no odiamos lo suficiente a los periodistas”, hay quienes escuchan esa frase no como una advertencia, sino como una autorización.