La Plata lo vio nacer un 12 de julio de 1923, en “El Mondongo”, barrio tripero de veredas gastadas y aroma a guiso espeso, donde la dignidad se amasaba con las manos callosas de trabajadores de los frigoríficos. Hijo de carpintero y modista, René Gerónimo Favaloro fue desde chico un corazón grande metido en un cuerpo flaco.
Jugaba en las veredas arboladas de 4 entre 66 y 67, y cerca de su escuela en 116 y 68, a donde asistía con guardapolvo blanco y empezaba a soñar con ser médico. No porque se lo dijeran, sino porque lo sentía en los huesos. Tenía esa fibra de los tipos que no solo curan: también entienden.
Un cuarto de siglo atrás, el 29 de julio del 2000, el país se estremeció ante una noticia que nadie quiso leer dos veces. Favaloro se había disparado en el pecho. Tenía 77 años. Estaba solo en su departamento de Palermo. Dejó cartas. Muchas. Escritas con letra clara, con rabia medida y con la misma precisión con la que operó miles de corazones. No era un impulso, era una decisión.
El hombre que inventó la esperanza de seguir latiendo
René Favaloro estudió medicina en la Universidad Nacional de La Plata. Fue alumno brillante. Rechazó los brillos fáciles. Podría haberse quedado en el circuito médico de los consultorios elegantes. Pero se fue a Jacinto Arauz, un pueblito perdido en La Pampa, donde fue médico rural durante doce años. Allí no solo atendía partos y anginas, también escribía cartas, alfabetizaba, organizaba campañas sanitarias. Su concepción de la medicina era social, humana, total.
Pero el gran salto vino en los ’60, cuando se fue a Cleveland, Estados Unidos. En 1967 realizó la primera cirugía de bypass aorto-coronario con vena safena en el mundo. Esa operación salvó millones de vidas. Literal. Se convirtió en una eminencia, pero volvió al país. Porque Favaloro era de los que creían en la patria como se cree en una madre: aunque esté enferma, aunque te duela.
Fundó la Fundación Favaloro en 1992, un centro de excelencia médica, investigación y formación académica. Soñaba con una Argentina que se curara desde el corazón. Pero no le pagaban lo que le debían. El Estado, las obras sociales, los políticos que se sacaban fotos con él y después lo dejaban en el buzón de la hipocresía. Acumulaba deudas millonarias, pedía ayuda, escribía cartas a presidentes. Nadie lo escuchaba.
Un disparo que todavía resuena
El balazo fue seco, pero el eco todavía retumba. En sus cartas de despedida, Favaloro no se victimizó. Tampoco señaló a nadie con nombre y apellido. Dijo: “Estoy convencido de que esta sociedad corrupta no tiene salida”. Fue su manera de gritar desde la impotencia. Y, paradójicamente, su suicidio –dolorosísimo, impactante, demoledor– tuvo un valor aleccionador. Nos sacudió. Nos hizo preguntarnos qué país somos si dejamos morir a nuestros mejores.
Claro que no hay nada heroico en quitarse la vida. Nadie debería hacerlo. Pero Favaloro, que había sostenido la ética como un estandarte quirúrgico en medio del barro, lo hizo como último recurso. Como quien ya no puede hablar y lanza un grito terminal. En ese sentido, sí, fue uno de los pocos suicidios “útiles“: sirvió para desnudar un sistema podrido, para encender alarmas que aún hoy parpadean sin respuesta.
Su corazón sigue latiendo
En La Plata, su ciudad natal, su nombre está en avenidas, en hospitales, en escuelas y en el club azul y blanco de sus amores. Pero sobre todo, está en la memoria emocional de la gente. Porque Favaloro no fue solo un médico. Fue una manera de ser argentino. Una mezcla de ciencia y decencia, de saber y sensibilidad. A 25 años de su muerte, lo recordamos como quien recuerda un faro apagado que todavía guía.
Murió con la dignidad que siempre defendió. Y aunque la bala fue suya, el gatillo lo apretamos entre todos. Ojalá no volvamos a fallarle a nadie como le fallamos a Favaloro. Porque él mismo se quejó cuando escribió: “Estoy solo. No puedo continuar.”
Que su nombre no sea solo una calle o un colegio. Que sea un verbo. Favalorear: hacer lo correcto, aunque duela.