¿Qué lleva a una persona a relatar públicamente un vínculo privado, sin delito, sin violencia física, y sin una denuncia concreta? Esa es la pregunta que resuena tras el video viral de Ivet Playà, una joven catalana de 27 años que, a través de TikTok, compartió un extenso testimonio sobre su relación de cercanía con el cantante Alejandro Sanz.
Playà no acusa a Sanz de abuso, ni de acoso, ni de violencia. Pero sí lo responsabiliza, en términos difusos, de haberla hecho sentir “sucia, utilizada y manipulada”. Sus palabras, cargadas de dolor, dan cuenta de una relación desigual en la que ella esperaba contención emocional, reconocimiento y una forma de pertenencia que nunca llegó. Sin embargo, lo que vuelve complejo el caso no es lo que cuenta, sino el hecho de contarlo.
¿CATARSIS O BÚSQUEDA DE FAMA?
En el video —casi una confesión artística— la joven reconstruye una historia que empezó cuando ella tenía 18 años y él 49. Él la mencionaba en sus redes, la hacía sentir “especial”, y ella comenzó a seguirlo por el mundo, primero como fan, después como trabajadora eventual de su equipo.
Años después, relata que se sintió invadida, espiada, emocionalmente vaciada. Pero todo queda en el plano subjetivo: no hay hechos verificables, solo sensaciones.
Este tipo de relatos, tan frecuentes en la cultura digital actual, abren un debate incómodo: ¿cuándo la decepción afectiva justifica una exposición pública? ¿Qué derecho tiene una persona a contar su versión de un vínculo si eso implica ventilar la intimidad de otro sin su consentimiento?
La figura de Alejandro Sanz queda expuesta sin haber cometido delito alguno. ¿Es eso justo? ¿O estamos ante un fenómeno de justicia emocional, donde la verdad individual se impone al derecho a la privacidad?
Es válido que Ivet quiera narrar su experiencia y elaborar su dolor, pero también es válido preguntarse qué se gana —y qué se pierde— cuando la catarsis se convierte en contenido viral.
En el fondo, lo que subyace es una forma de venganza emocional con ropaje terapéutico. No es casual que use el formato TikTok, donde la frontera entre confesión, actuación y espectáculo está cada vez más desdibujada.
LA CUIDADA PUESTA EN TIKTOK
El video está cuidadosamente narrado, con pausas calculadas, una entonación que sugiere dolor y frases seleccionadas para despertar empatía. Más que una simple confesión, parece una puesta en escena emocional.
La exposición de este calibre se convierte en una moneda social. Quien sufre, gana crédito. Y si el otro es famoso, más aún. Pero esta lógica también plantea riesgos: transformar cada vínculo asimétrico en un relato victimizante puede trivializar experiencias realmente traumáticas.
El caso no parece hablar tanto de Alejandro Sanz como de una época: una donde la decepción se transforma en relato público, y la validación se mide en vistas y likes.
¿Estamos asistiendo a una forma contemporánea de “linchamiento emocional”? ¿O simplemente a la necesidad, profundamente humana, de ser escuchados, aunque sea a costa de exponer a otros?