Las empresas de telecomunicaciones lograron lo que pocas industrias: imponer un sistema de precios completamente arbitrario, donde el costo de un mismo servicio puede variar de manera abismal según el cliente. No hay un valor único, ni siquiera una escala lógica de precios. En la misma cuadra, dos vecinos pueden estar pagando cifras radicalmente distintas por idéntico acceso a televisión por cable e internet.
Este fenómeno, protagonizado por compañías como Personal Flow (Grupo Clarín-Telecom) y Telecentro, genera permanentemente desde hace años un sinfín de quejas que también se reflejan en redes sociales. La metodología es sencilla y a la vez desconcertante: los clientes que no se quejan pagan sumas exorbitantes, mientras que los que amenazan con darse de baja reciben descuentos increíbles. Es un sistema de tarifas “a medida”, basado en la persistencia, la memoria y la capacidad de negociación del usuario, más que en un criterio comercial transparente.
El precio fantasma: ¿Cuánto cuesta realmente el servicio?
No existe un precio de referencia. Dos clientes con el mismo plan (entre 100 y 300 megas de internet, más canales básicos de TV) pueden pagar desde $80.000 hasta $15.000, dependiendo de una serie de factores arbitrarios: cuándo contrataron el servicio, qué descuentos obtuvieron en su última llamada y, sobre todo, si llamaron recientemente para amenazar con la baja.
El truco está en el mecanismo de “descuento temporal”. Muchas promociones son por tres, seis o doce meses con rebajas de hasta el 80% sobre un precio base irrealmente alto. Cuando esa promoción expira, la tarifa se dispara, y el cliente desprevenido comienza a pagar cifras impensadas. La única solución es volver a llamar, quejarse y negociar nuevamente una rebaja.
Un sistema perverso y opaco
Las compañías perfeccionaron este esquema hasta convertirlo en una trampa psicológica:
- El que no llama, paga más. El usuario que acepta los aumentos sin cuestionarlos verá cómo su tarifa sube sin control mes a mes (SPP, si pasa, pasa).
- Las “ofertas” no son reales. No existe un valor fijo para el servicio, sino un precio inflado del que se aplican descuentos según el grado de insistencia del cliente.
- Los clientes antiguos pagan más que los nuevos. En lugar de premiar la fidelidad, las empresas ofrecen mejores tarifas a quienes recién ingresan, empujando a los clientes históricos a la rueda de aumentos y descuentos periódicos.
Es un modelo similar al de las aerolíneas, donde cada pasajero paga un precio distinto por el mismo asiento, solo que en este caso no hay una lógica de oferta y demanda estacional, sino un sistema artificialmente diseñado para maximizar ganancias a costa de la desinformación y la inacción de los clientes.
“Señor, le paso con el sector de bajas”
El proceso para obtener una tarifa razonable es desgastante: cuando el cliente llama, primero le atiende un operador de “atención al cliente”, que le informa del nuevo precio sin margen de negociación. Solo si insiste en darse de baja, es transferido al sector de “fidelización”, donde mágicamente aparecen descuentos del 40%, 50% y hasta 80% por los mismos servicios.
Pero la trampa no termina ahí: en muchos casos, incluso después de haberse dado de baja, el cliente comienza a recibir llamadas de la compañía con ofertas tentadoras para que vuelva. Es decir, el precio justo solo existe cuando el cliente se va o amenaza con irse.
La injusticia tarifaria como norma
Este esquema fomenta una brecha absurda entre clientes informados y desprevenidos. Quienes conocen el sistema y llaman regularmente, renuevan su descuento y pagan cifras razonables. Quienes no lo hacen, terminan financiando involuntariamente a los primeros.
Este desorden tarifario es posible porque el mercado de telecomunicaciones en Argentina opera con escasa regulación efectiva (ay la desregulación, la desregulación, diría Homero Simpson, como si hablara de los alemanes).
A pesar de tibios intentos de control en otros tiempos políticos, las empresas consiguieron mantener su sistema de precios arbitrarios sin rendir cuentas.
Así, mes a mes, miles de usuarios quedan atrapados en un juego donde el único modo de pagar lo justo es jugar según las reglas de las empresas.
Como diría el tango de Enrique Santos Discépolo, “el que no llora, no mama”, y en el “cambalachesco” negocio del cable e internet, el que no reclama, paga el doble o el triple sin que nadie le avise. Quizás las empresas, de no ser así, sentirán que son ‘giles’ por no afanar lo suficiente.