En un rincón digital del océano, donde apenas se oye algo más que el zumbido de un vehículo sumergido, ocurrió un pequeño milagro: miles de personas se quedaron viendo un streaming en el que, a simple vista, “no pasa nada”. No hay gritos, no hay luces, no hay escándalos. Solo el fondo del mar. Y, quizás, el fondo de otra cosa: el hartazgo.
Lo notable no es tanto el contenido —aunque sí, ver un coral fluorescente a 4000 metros bajo el mar tiene su magia— sino la reacción colectiva que desató. Una admiración casi silenciosa, como si ese paisaje submarino activara una memoria adormecida. De repente, una parte de la sociedad recordó que existe otra forma de hablar, de mostrar, de estar en el mundo.
“¿No les parece sorprendente que estemos todos flasheados porque en un stream hay gente formada, hablando de temas sobre los que estudiaron, en voz calma y baja, compartiendo conocimiento útil y bello… en vez de gordos pelados con injertos que gritan y hablan de sí mismos?”, escribió un usuario en redes sociales. El post explotó: no por rencor, sino porque tocó algo verdadero. Porque dijo lo que muchos pensaban, pero no sabían que pensaban.
Otros siguieron la línea. “No inflan épica donde no la hay para destacarse sobre otro medio. No pisan a alguien que está hablando sobre algo interesante. No fueron rugbiers”, respondió otro con puntería quirúrgica. Y un tercero cerró con precisión sociológica: “O palermitanos que solo hablan de anécdotas de clase media alta circunscriptas a sus diez manzanas, que no le interesan al resto de la sociedad argentina.”
EL CONICET Y LA ÉTICA DEL SABER
Lo que aflora no es solo una defensa de la ciencia. Es, sobre todo, una defensa de cierto tono, de cierta ética del saber.
Es la redención de lo sobrio, lo calmo, lo pensado. De una manera de comunicar sin estridencias ni efectos especiales. Sin “último momento”, sin “urgente”, sin “alerta“, ni placas rojas.
Como si el público empezara a sospechar que esas luces artificiales solo sirven para encandilar y que, como en el cuento del pastor mentiroso, ya no hay reacción cuando el lobo aparece de verdad.
En época donde el que grita más fuerte parece ganar —y no solo en los medios concentrados y streamings, sino también en la política—, este gesto colectivo hacia una cámara fija que transmite desde las profundidades dice algo. Algo importante. Algo sereno.
No es que todos nos volvimos biólogos marinos de un día para el otro. Es que, tal vez, estábamos sedientos de una voz que no se imponga, sino que invite. De palabras que no busquen lucirse, sino explicar. De saberes compartidos sin histrionismo, sin vanidad.
Como si, en el fondo del mar, hubiéramos encontrado una cueva donde la cultura sigue viva, respirando lento, a pesar del ruido ensordecedor de la superficie, entre anémonas, erizos y en donde la única estrella brilla solo por ser culona.
Hay algo ahí, sí. Pero no en el fondo del océano: en nosotros. En quienes elegimos mirar.