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Miraflores, pacto frustrado y proyecto económico provincial

El 7 de Marzo de 1820, en la Estancia “Miraflores”, criollos e indios firmaron un Tratado, como intento de pacificar la Provincia de Buenos Aires.

Don Francisco Ramos Mejía vivía allí desde hacía varios años. Tierra lejana, inhóspita. Y, sin embargo, había logrado generar buenas relaciones con los caciques que por ahí señoreaban, que vivían por temporadas en su Establecimiento, y a los que incluso logró pacíficamente hacer aceptar sus condiciones. Firmaron un tratado de convivencia pacífica y reconocimiento de derechos y obligaciones; el general Martín Rodríguez por la Provincia y “Pancho” Ramos Mejía en representación de una serie de caciques de la región. Eran tiempos en que el Estado provincial daba sus primeros pasos.

El primer análisis que se hace en textos tradicionales sobre las razones del fracaso del Tratado de Miraflores, pone a su caída como la respuesta al ataque de una parcialidad, básicamente ranquel, a ciudades de la Provincia. En efecto, la primera explicación apuntará al gran Malón que cayó sobre la ciudad de Lobos en noviembre de 1820, y que dejó un saldo luctuoso para la población criolla.

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Días después, el ataque se replicó en la ciudad de Salto, destruyendo completamente el incipiente pueblo, y eliminando por completo la guarnición del Fuerte, además de llevar cautivos a mujeres y niños. Los malones se cobraron cerca de doscientas víctimas y aún más cautivos.

Es probable que, en la comprensión de aquel momento, “indios eran indios”. En tal comprensión, el ataque daba por finalizado el acuerdo apenas unos meses después de firmado. Rápidamente se supo que aquellas incursiones estuvieron encabezadas por el ex Director Supremo de Chile, José Miguel Carrera, que participó activamente de la vida de la pampa y de la Patagonia por aquellos años, junto a unos dos mil guerreros principalmente ranqueles -de los caciques Pablo y Yanquetrúz-, además de unos quinientos desertores y prófugos que encontraban en el interior de la pampa y la Patagonia un refugio adonde la justicia no podía llegar.

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Francisco Ramos Mejía, una parte de la historia de la Provincia

Francisco Ramos Mejía, una parte de la historia de la Provincia

Los malones, en efecto, comandados por este personaje tan especial, nada tenían que ver con el grupo de caciques que habían firmado el Pacto, y que, con justicia, eran considerados “Indios amigos”. También es cierto que Ancafilú y Anepán -dos de los caciques que tenían trato con Ramos Mejía- habían estado en contacto con Carrera, en vista del desagrado por la forma con la que se habían modificado las condiciones de vida para sus pueblos. En cualquier caso, no parece ser ésta la razón profunda del conflicto que termina con Miraflores.

El año 1820 fue particularmente caótico y el horizonte de paz de Miraflores se cayó a pedazos a los pocos meses de su firma. Carrera continuó con sus ataques, embistió contra los pueblos de Rojas y Chascomús, para luego internarse hacia el sudoeste hasta la Ventania, con el objetivo de alejarse ante el inminente contrataque provincial.

Los ataques hablan de un tiempo inicial en el conflicto que vendría. Es que hasta 1820, las preocupaciones principales del Estado no tenían a la relación con los pueblos del territorio interior bonaerense, y de más allá, como una prioridad. La guerra y la organización nacional concentraban casi todos los esfuerzos, y la ocupación de la Provincia resultó hasta ese momento una actividad de pioneros aislados, más allá de la vieja línea de frontera virreinal. Si no había disputas por la tierra, los problemas se acotaban y su solución pacífica resultaba más factible y hasta en ocasiones, simple.

Existía una actividad comercial muy intensa entre ambos mundos, con una zona de frontera con interacciones múltiples y de común provecho. A partir de 1820, todo cambió brutalmente. Y es que entonces aparecen por sobre las razones fácticas de la ruptura, otras mucho más estructurales que subyacían para que el fracaso fuera inevitable. La primera de esas razones tiene que ver con la importancia relativa que en esos mismos años adquiría la ganadería para la economía naciente de la provincia de Buenos Aires.

El Gobierno de Martín Rodríguez, y los que lo siguieron luego de 1820, necesitaron y se propusieron expandir “la frontera ganadera”, entendiendo que la producción de cueros, sebo y todos los demás subproductos que hasta poco tiempo antes podían obtenerse a través de las “vaquerías”, ahora debían producirse y constituirían el principal sostén de la economía provincial.

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No parecían existir muchas opciones; la Provincia necesitaba un recurso que la sostuviera como Estado, y bien pronto se decidió que ese recurso sería la ganadería vacuna. A partir de esa convicción, la tierra se transformó en un factor decisivo e indispensable para el crecimiento de la economía, y su ocupación una “cuestión de estado”. Y con ello, la probabilidad de sostener en el tiempo una amplia zona de convivencia y reconocimiento de propiedad a los caciques, se volvió altamente improbable.

Todos los caciques que suscriben al Tratado mantienen además un patrón de asentamiento con movilidad temporaria, y no se trata de grupos humanos muy numerosos. Es decir, su territorio no constituía una pequeña superficie con límites precisos, sino una amplia zona por la que habitualmente transitaban con asentamientos más o menos fijos de acuerdo a la época del año.

Los años que siguieron a la firma de Miraflores dan cuenta de la importancia de las razones que cito, fundamentalmente a través de dos líneas de acción; por una parte, el permanente avance de la línea de fronteras con hitos fundamentales en la zona, como la Fundación del Fuerte Independencia (Tandil) en 1823, y San Serapio Martir (Azul) en 1833, marcando dos sucesivas líneas de frontera. El avance de esta línea no importa en sí mismo para entender nuestra razón; importa a partir de que cada avanzada significaba la ocupación total de las tierras que quedaban a sus espaldas, que era lo que realmente resultaba vital a la economía provincial.

La otra línea de acción tiene precisamente que ver con esa ocupación, y es la que surge a partir de la Sanción de la Ley de Enfiteusis, por la que se otorgan derechos de ocupación paulatina en toda la Provincia. La Enfiteusis se transforma, en la década de 1820-30, en una extraordinaria forma de distribución de la tierra pública, que por circunstancias conocidas no podían entregarse en propiedad. Cuando digo extraordinaria no estoy diciendo ni justa, ni democrática, ni equitativa, sino eficiente para la rápida ocupación de las tierras provinciales. En pocos años, casi no quedaban tierras sin titular, aunque su puesta en producción era otra historia bien diferente.

Es decir, la inviabilidad de sostener en el tiempo “Las paces de Miraflores” se encuentra en estas razones que forman parte de lo estructural. Los malones de Carreras son una circunstancia que precipitó el fin de las condiciones pactadas, pero si no se hubieran llevado a cabo, y aunque no es académicamente correcto opinar sobre lo que no ocurrió, no tengo dudas que cualquier otra circunstancia hubiera marcado el fin del acuerdo.

La laguna Kakel Huinkul quedaba muy lejos en 1820, y en medio de todo para 1823. Este avance de la frontera no es producto de una presión demográfica que la hubiera impulsado en forma más lenta y paulatina, sino de la necesaria ocupación ganadera, y eso permitió que una gran parte del territorio provincial se distribuyera en muy poco tiempo; detrás de esa distribución ocurrió su ocupación efectiva, un poco más lenta y no carente de dificultades.

En esa marcha, un “manchón” tan cercano a la zona ocupada históricamente por la población hispano criolla, en el que se reconociera la propiedad de los caciques, hubiera resultado altamente improbable. Es que el “Tratado de Miraflores” fue tan precursor en el tiempo, en ese tan conflictivo como decisivo año de 1820, que está en la base de los tiempos que vendrían. 1820 es en materia de la historia de la relación entre criollos y naturales, un año bisagra. Claramente. Muy rápido las cosas serían diferentes. En pocos meses, todo “quedó viejo”. En un año, el texto de las “Paces de Miraflores” era anacrónico.

En Miraflores, Don Francisco generó, durante el tiempo que duró la experiencia, un pequeño mundo, diferente a todo su entorno. Era estanciero pero no se parecía en las conductas a sus pares; era católico a ultranza, pero sus creencias no eran las mismas que las convencionales; era ciudadano pero las leyes de Miraflores solían diferir de las del resto de la Provincia; entendía la relación con el indio diferente que casi todos los demás. Un caso de estudio.

Para quitarlo del medio, el Gobierno tuvo un aliado central en la Iglesia Católica, que en líneas generales lo despreciaba, y otro en el sector que se transformaba por aquellos días en la nueva clase terrateniente. Ambos sectores desconfiaban de Ramos Mejía y veían conveniente su neutralización. En poco tiempo, aquel osado pionero, por obra y gracia de la acción no demasiado frontal de mucha gente, se transformó en un enemigo público, en un peligro latente para la sociedad criolla.

Un hombre que había roto los códigos habituales en toda una región, que había logrado lo que muy pocos lograron, que había partido de una concepción de habitar sin ser intruso, cosa con la que nadie estaba dispuesto a coincidir, se transformó de buenas a primeras de “mojón de civilización” a “impulsor de la disgregación y la violencia”. No tuvo defensores. Por el contrario, sus enemigos afloraron y no tuvieron piedad. Con el Gobierno celoso y desconfiado del poder territorial de Ramos Mejía, con la Iglesia indignada por la particular interpretación que tenía y practicaba, y con toda una clase terrateniente en ciernes que miraba con cierto apetito las tierras que ocupaba, la proyección de Ramos en el tiempo no permitía ninguna esperanza. Y así ocurrió.

En poco tiempo, aquel pionero carente de temor, aquel poblador que se instaló desde la concepción de igualdad y respeto de derechos por sobre la intrusión, aquel que pudo conversar con los principales caciques y hasta ponerle condiciones desde su persona, sin ejército de respaldo, ya no encajaba en la sociedad que de alguna forma nacía en el interior de la Provincia de Buenos Aires.

La historia de Francisco Ramos Mejía y “Las paces de Miraflores” es una historia extraordinaria en el comienzo mismo de la ocupación criolla del interior provincial, en el inicio mismo de la historia provincial, una historia diferente a todas, con actores únicos e irrepetibles; una historia que quizás hubiera tenido otro destino algunos años antes, pues sobre todo, es una historia que demuestra que cuando se habla de historia, jamás pueden desprenderse los hechos y actores del tiempo exacto en el que ocurren y viven. Miraflores fracasó porque la historia lo pasó por encima.

Nadie hubiera firmado en noviembre el Tratado que se firmó en marzo. Así de simple.


El autor es profesor de historia y fue intendente de la ciudad de Ayacucho entre 2011 y 2017.

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