El país se encuentra sumido en un asombro casi surrealista. No es que Argentina no esté acostumbrada a los escándalos políticos, pero lo que rodea a Alberto Fernández es una mezcla grotesca de las pasiones humanas y la decadencia del poder.
Todo comenzó cuando su ex esposa, Fabiola Yáñez, rompió el silencio para lanzar una bomba que resonó en todas las esquinas de la nación: fotos de ella misma con golpes visibles, acusaciones de violencia doméstica, y como si eso no fuera suficiente, un desfile de mujeres que, aparentemente, transitaban los pasillos de la Quinta de Olivos y la Casa Rosada como si fueran parte del inventario presidencial.
DEL ESCÁNDALO A LA ADMIRACIÓN SILENCIOSA
La revelación, lejos de ser un capítulo más en la triste saga de la vida pública vernácula, se está transformando en una novela barroca, donde el ex presidente se erige no solo como un maltratador, sino también como una suerte de “Chad” criollo.
Sí, el término “Chad”, ese arquetipo de hombre irresistiblemente viril que arrasa con todo a su paso, está ahora siendo aplicado, con mordaz ironía, al maduro y en apariencia veterano Fernández.
La narrativa mediática y popular se bifurca, entonces, en dos caminos igualmente desconcertantes. Por un lado, están quienes, con justa indignación, no pueden sino clamar por justicia para Yáñez y las otras mujeres que podrían haber sufrido bajo el manto de la presidencia.
Pero, por otro lado, emergen con fuerza los murmullos de aquellos que, entre risas y guiños, ven en Fernández no al déspota doméstico, sino al arquetipo del seductor impenitente: Un buen villano que, por alguna extraña alquimia de la opinión pública, se transmuta en ‘héroe de la cama’.
EN ERA DE AGRESIVOS, EL VIOLENTO ES REY
Y es que, en la era de los iracundos “incels”, esos jóvenes caballeros seguidores de Javier Milei, artífices del “celibato involuntario” (de allí el término en inglés ‘incel’) que miran al mundo con recelo desde sus pantallas, resulta casi inconcebible que un hombre que pasó la barrera de los 65 años siga siendo un ‘titán sexual’, como por estas horas lo describen.
La libido de Fernández, o al menos la que se le adjudica, está despertando una ‘fascinación malsana’.
Mientras los trolls, con la torpeza de la juventud frustrada, ven cómo la vida sexual se les escapa entre los dedos, Alberto emerge, cual Ave Fénix geriátrico, como el epítome delincuencial de la potencia masculina.
Y es aquí donde se plantea la gran pregunta: ¿cuándo muere el deseo? ¿Es la libido una función del cuerpo o, más bien, del poder que se ejerce? Porque si algo enseña este sórdido episodio es que el poder tiene su propio magnetismo.
Si bien el dinero puede comprar muchas cosas, parece que el poder todavía conserva esa capacidad de seducir a las más bellas. Y Alberto, en su versión más caricaturesca, ha probado ser un maestro en el (siniestro) arte de ejercerlo.
¿REALMENTE ODIAN A ALBERTO FERNÁNDEZ?
Las redes se convierten en un campo de batalla. Los seguidores de Javier Milei, esos monjes del celibato involuntario, parecen vivir una contradicción.
Despotrican contra la decadencia moral del ex presidente, pero no pueden evitar un dejo de admiración. “Al menos él puede”, parecen decir en sus mensajes velados.
El mito de Fernández crece entre ellos, no por sus bondades seductoras, sino por su violenta virilidad omnipresente, que silenciosamente los trolls admiran también en su líder, pero en esta circunstancia no se animan a expresarlo abiertamente.
Si el acusado fuera el actual presidente y no el anterior, subrayarían más la faceta del “winner” con las mujeres, que la del (por ahora supuesto) violento agresor.
Al final, ¿qué quedará de todo esto?
¿Será Alberto Fernández recordado como el villano que golpeaba a sus parejas o como el Don Juan de la tercera edad que, desafiando las leyes de la biología, continuaba su cruzada sexual?
Quizás, en esta tierra de contradicciones, termine siendo ambas cosas a la vez. Porque en Argentina, hasta los escándalos y los delitos tienen su propio encanto literario, solo basta recordar al inolvidable e inmencionable CSM.