Sociedad
A 10 AÑOS

Víctima 87: el navegante que murió en la ciudad inundada

A 10 años de la inundación del 2 de abril en la ciudad de La Plata, el ejercicio de la memoria ante la pregunta qué pasó.

Miré por la ventana y seguía lloviendo. Incesantemente, llovía. Recuerdo que corrí la cortina de hilo tejida por mi tía Amelia para ver el agua caer, y digo recuerdo, en tanto que eso es lo primero que se me viene a la cabeza de ese 2 de abril de 2013. El vapor de mi exhalación empañando el vidrio, pasarle la mano para ver el repique del agua sobre las baldosas, los charcos creciendo en el pasto. Cuán azarosos pueden ser los recuerdos, a veces ordenados y a la vez difusos, casi siempre engañosos. O bien buscamos ordenarlos al construirnos un relato, como ese inicial recuerdo de una tarde de lluvia. Porque hasta entonces solo eso era, guarecido bajo mi techo de tejas, sobre una calle de pronunciada pendiente de barrio norte de la ciudad de La Plata.

La primera señal la dio una gotera en mi habitación, una filtración acumulada en el cielorraso que empezó a ceder y dejar caer sobre mi cama la constancia de una gota. Una nimiedad abarcada por un balde que, diez años después, no cabría mencionar sino por el hecho de que la pareja de mi madre se ofreció a solucionar. Cuando pare me subo al techo y lo arreglamos, le dijo. Ella lo persuadió: quedate en City Bell, yo me quedo en casa. Un convencimiento intuitivo ante esa lluvia que pasadas las seis de la tarde, mirándola por la ventana, a mí no me pareció amenazante.

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La primera imagen que tengo de él es de cuando lo vi sentado en una silla de la cocina de mi casa. La sensación, la del apretón de manos firme entre el hijo varón y la pareja que le conocía a mi madre. Escondió sus nervios y fue recién a solas, tiempo después sobre un velero cruzando el Río de La Plata que me los confesó. En ese viaje se tejió tal vez la intimidad de estas líneas, la voluntad de ordenar la memoria, que también fue caso y necesidad de saber qué pasó.

La Dra. Nora Sabbione de la Facultad de Ciencias Astronómicas y Geofísicas de la Universidad Nacional de La Plata dirá ante una comisión investigadora que para las nueve de la noche de ese feriado nacional por el Día del Veterano y los Caídos en la Guerra de Malvinas, ya habían caído en la ciudad de La Plata casi el doble de milímetros de agua que la máxima registrada en 1930: 313,2 milímetros. Ajeno a ello, yo espesaba una salsa revolviéndola lentamente para reconfortar ese día de lluvia. Como nunca fui de las recetas, testeaba cada tanto con una cucharada; pensar ahora que ese instante de deleite ocurría mientras un amigo, a la vez en su cocina, veía subir el agua hasta sus rodillas, después de desistir con el trapeador, habiendo colocado sus pocas pertenencias arriba de la heladera, y con la pregunta perpleja si era el momento de desistir también de su casa.

El abandono del hogar, un interrogante que para muchos vecinos de clase media, no acostumbrados a esas inclemencias, les llegó tarde. Cuando la presión del agua imposibilitó la salida y las rejas que antes los protegían, se les echaron en contra. Una duda de propietarios e inquilinos de casas bajas de esos barrios platenses a los que el negocio inmobiliario –esa entelequia– empezaba con frenesí a darles altura. Porque en la periferia, tan perfectamente delimitada en la ciudad por una circunvalación planificada hace dos siglos, donde las líneas de fachada y las calles se vuelven más difusas, y un poco más allá, en el chaperio, la correntada cedió más rápido que la duda.

Lo cierto es que para las once, con mi vieja y mi hermana, las dos en pijama, nos sentíamos reconfortados con el calor de la pasta en el estómago. Faltaba poco para que el cielo terminara de descargar otros 57,8 milímetros de agua. Mi vieja se metió en la cama y pensó en su pareja, hacía rato que no habían vuelto a hablar. Lo llamó primero al celular, después al fijo y de nuevo al celular hasta que lo encontró:

–Tengo un infarto, tengo un infarto... –le respondió una voz desesperada, y se cortó.

La percepción de la tragedia cobró forma, llamando insistentemente a uno y otro teléfono, al mismo tiempo que mi hermana y yo intentábamos dar con una ambulancia. Nadie atendió. Mi madre habló rápido con un amigo de él que vivía a pocas cuadras de su casa de Gonnet-Bell, quien no tardó en subirse a la camioneta y acudir a su rescate. También nosotros resolvimos salir en su búsqueda.

Al subirnos al auto de mi vieja, ella logró otra vez que alguien le contestara el teléfono de la casa de su pareja. La ex esposa y madre de sus hijos, con llave en mano había podido entrar y junto a su amigo ya lo cargaban en la camioneta. Un suspiro de alivio que mi mamá mostró apretándome el brazo. Lo llevaban al Hospital San Roque de Gonnet, y hacia allí arrancamos.

Las primeras cuadras por calle 6 en dirección hacia Avenida 32 no anticipaban lo que vimos después. Excepto por los parabrisas del Ford Ka Fly Viral que no daban abasto y el agua que brotaba de las alcantarillas, en mi negación se trataba de sapos de punta y no de la tormenta inédita que ocuparía los titulares. La tormenta, inédita; la tragedia; los sujetos tácitos, libres de culpa y cargo.

Esa esquina de 6 y 32 marcó la travesía en la que nos embarcábamos. Un retén de agua turbia a la que le calculé una o dos veces la altura del Ford Ka, y desistí. Sobre el lado de Avenida 7, en la rotonda había autos frenados, tal vez abandonados, y encaré hacia calle 1 para poder atravesar la Av. 32. Dimos un rodeo por la parte alta de Tolosa, donde vivía mi otra hermana que próxima a parir supo por suerte recién en la mañana lo que había pasado. Pero en la desembocadura de ese barrio, en la plazoleta que lleva el homenaje a un cantor de tango, en el corazón de esa localidad a la que el tanguero local gustaba llamar la República Separatista de Tolosa, los juegos de niños yacían bajo el agua.

Más tarde me enteré que mi amigo, que vivía a la vuelta, había cruzado esa plazoleta para refugiarse en lo de otro amigo, con otras dos familias, en un primer piso; que su heladera, con sus pocas pertenencias, flotaban en su PH. También supe que a dos cuadras, en otro primer piso, una prostituta ofrecía asilo y vestimenta erótica a quienes llegaban con sus prendas mojadas. Y que sobre la otra manzana, el amigo de un amigo, subido a una escalera, con su padre encima del ropero, rogaba que el agua no alcance otro escalón. De ese día todos tuvimos una historia que contar.

La conclusión de que por Tolosa no llegaríamos al hospital llegó al advertir un auto sumergido en calle 7 y 526, al que el agua como un manto negro solo dejaba ver su techo gris. La desesperación o la adrenalina me hicieron pensar en cruzar a nado. Una pulsión que solo cavilé al expresársela a mi madre, cuyos lógicos nervios me hicieron entrar en razón. Aunque por un instante creí poder surcar esa masa de agua aceitosa, zambullirme con los ojos cerrados como en el Río de La Plata, al igual que en aquel viaje cuando tras navegar algunas horas bajo la lluvia Colonia nos recibió con un cielo abierto y un clima caluroso, invitándonos a nadar.

Encendí la radio para orientarnos. La única FM que conseguimos escuchar en vivo transmitía mensajes de oyentes del Barrio Hipódromo que subidos a los techos pedían ayuda; daban direcciones, nombres y solicitaban rescate. Un estremecimiento que se dispersó con un mensaje que entró al celular de mi madre: habían llegado al hospital y ya estaba en la guardia, dolorido y lúcido. Otro suspiro.

Entonces, deshicimos el camino recorrido, dejando atrás ese barrio, también el de mi casa, buscando la forma de cruzar nuevamente la Av. 32 hacia el norte por algún otro de sus escasos pasajes. Una peregrinación tortuosa por el casco urbano, entre calles anegadas, marchas atrás, e infructuosos intentos de comunicarnos con el amigo de la pareja de mi vieja. Frustrado el avance por Av. 7, tampoco se podía pasar en dirección hacia Av. 13. La autopista, tras los mensajes de radio, no pareció mejor opción. Cada vez nos alejamos más del destino, creyendo que ir hacia el suroeste nos permitiría retomar el camino al norte.

Fue recién por Diagonal 74 llegando a Plaza Moreno que pudo dar con él. Su pareja seguía en la guardia. Se trataba de una trombosis en una pierna, le dijo, él estaba lúcido y dolorido, repitió, podían hablarle. Lo habían medicado y esperaban que llegue un cardiólogo del Hospital San Martín, le dijeron.

Esperaban un cardiólogo, desde la otra punta, todavía más al sur de donde nos encontrábamos, en medio de la ciudad a oscuras, con apenas los faroles del Ford Ka, de los primeros autos que nos cruzábamos circulando y de la única patrulla que vimos, iluminando de azul la plaza céntrica. Serían poco más de las dos de la madrugada; ahora no recuerdo, calculo: en el parte médico del hospital figura el ingreso a guardia el día 3 de abril a las 00.50 horas.

Seguimos por Av. 51 hacia 19 pero mucho antes nos volvimos a topar con una enorme laguna que desde Plaza Malvinas llegaba hasta el Ministerio de Salud. Una vez más, nos alejábamos y de a poco se inclinaba ante mí la pregunta sobre el sentido de ese deambular. Una inquietud que me supo a resignación y rechacé en silencio acelerando hacia el sur.

Transcurrió alrededor de una hora más entre ese ir y venir hasta el llamado en que le informaron a mi madre que su pareja había muerto. A pesar de que intente no recuerdo dónde nos encontrábamos; el mundo se empequeñeció a ese habitáculo minúsculo del auto donde mi vieja y yo nos abrazamos.

­­Al día siguiente, fuimos a despedirlo a un velatorio de City Bell, ésta vez por la autopista. Sus restos fueron incinerados y su nombre publicado en el obituario del diario local, con múltiples muestras de afecto.

Avisos fúnebres que por esos días registraron más fallecidos que los enunciados en listas oficiales. “Si uno va a los hospitales se va a encontrar con decesos, pero no necesariamente son por el temporal, hay que estar muy atentos para diferenciar una cosa de la otra”, explicó el gobernador. Pero, a esa altura, ¿cómo saber la diferencia? ¿La muerte había sido por esos atados de Malboro que fumaba con fruición? ¿El cardiólogo que nunca llegó podría haber hecho algo más? ¿Una derivación habría modificado su destino? ¿Una ambulancia a tiempo?

Quizá si fuera creyente la duda no me hubiera carcomido, ni mucho menos desatado la bronca al escuchar al ministro de Seguridad en conferencia pronunciar su nombre, en medio de las tensiones por el número de víctimas, quitándolo de la lista, como a efectos de alivianar una carga, un número menos. Puesto que de ese modo nunca habría de comprender la diferencia.

Muchos menos podría hacerlo si un grupo de legisladores utilizaban ese nombre para iniciarle un juicio político al juez que parecía intentar averiguar qué sucedió.

Tampoco podría haberme enterado años más tarde que cuando la pareja de mi madre llegó al Hospital San Roque, el personal aún no sabía lo que sucedía afuera. Al menos no todos daban cuenta de su magnitud, siendo que el subsuelo donde se encontraba el laboratorio ya estaba inundado. A pesar que tras una década una ex autoridad del hospital lo siga negando, el laboratorio, inundado, no funcionaba. Una negación aún latente como la de aquellos legisladores, actuales funcionarios, que “no están interesados” en hablar de ello.

Además supe de que en realidad esperaban a un cirujano cardiovascular, el mismo que les explicó la dimensión de la situación, que con el correr de las horas comprobaron a medida que llegaban cada vez más pacientes, a quienes denodadamente buscaron contener. También, intentaron un traslado, claro, pero al igual que el cirujano, las ambulancias tampoco podían sortear el agua.

La Justicia finalmente dictaminó que sin sufrir de modo directo la inundación, ésta le “impidió su adecuada atención médica, disminuyendo notablemente sus chances de supervivencia”.

Y a 10 años, este recuerdo que prescindió de nombres propios a sabiendas de su contingencia, mas con la convicción de que si la muerte no tiene una explicación, saber lo que pasó hace la diferencia y construye memoria.

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